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Vigilante del cosmos: Manrico Montero in memoriam (1973-2018)


Manrico Montero
Fotografía: Luis Méndez

Los que nacimos en 1973 siempre hemos tenido dificultad para terminar lo que empezamos. No sé con certeza si en todos los casos de mi generación, pero en algunos se debe a que nos interesan demasiadas cosas al mismo tiempo y queremos llevarlas hasta sus últimas consecuencias, sin considerar que el tiempo no es un recurso del que podamos disponer ilimitadamente. A mi querido amigo y artista Manrico Montero le faltó tiempo para terminar de decir, de la manera exhaustiva como él quería, lo que todavía estaba descifrando antes de morir abruptamente a sus 44 años: ¿En qué consiste escuchar el mundo?


Cuando él comenzó a plantearse estas cosas, a mediados de los 90, la figura del artista sonoro no existía en México como hoy en día, así que no había nada a lo cual aspirar. Para él era un asunto en el que se jugaba, si no la vida, al menos sí su sentido. En cierta medida eso fue lo que nos acercó. Para ambos era muy importante la definición de la propia existencia a partir de lo que oíamos, cómo lo oíamos y para qué. En el caso de Manrico se entiende todavía más a partir de su historia familiar. Su padre, Rufino Montero, director de música coral y experto en canto gregoriano, y su madre soprano de Bellas Artes, cultivaron la música como parte indisoluble de su vida, entregados en cuerpo y alma. Manrico me contaba que aunque siempre estuvieron muy presentes en su vida diaria, su hogar era sobre todo el lugar al que se llegaba a descansar y a dormir después de los largos ensayos e interminables sesiones de entrenamiento y estudio musical. Los platos no siempre estaban lavados ni las camas tendidas. Las partituras cubrían todos los rincones de su casa; discos y cintas con grabaciones de Xenakis, Silvestre Revueltas, Candelario Huizar, Carl Orff, se apilaban en todas partes. Su casa era una extensión de su lugar de trabajo; y su trabajo era el cultivo de la música coral mexicana. Su padre trabajó con Carlos Chávez y Luis Sandi, entre otras personalidades musicales del viejo México nacionalista. La música era la religión que fundaba la comunidad de los Montero. Y esto tuvo una fuerte repercusión en la mirada de Manrico respecto a la orientación de su vida en este mundo; pero sobre todo a la orientación de sus oídos frente a los paisajes y sonidos que escuchaba y capturaba. Oía música en cada sonido que surcaba su existencia. En el abigarrado canto nocturno de los grillos en Amecameca, cerca del Popocatépetl, en donde sus padres tienen su casa de campo, Manrico escuchaba la textura de una composición eterna de ambient. En el zumbido del metro y los pasos apresurados de la gente al salir masivamente de la estación Indios Verdes, oía claramente una línea de bajo y las rutinas frenéticas de una odisea de drum n’ bass.

No obstante, Manrico nació en una época muy distinta a la de sus padres. Él llegó al mundo en los tiempos del fin del siglo XX. Como muchos de nosotros, estaba sumergido en plena eclosión de las culturas musicales debido al intenso intercambio producido con la aparición de internet y la consolidación de la música electrónica. Aquí comienza esta historia que desafortunadamente quedó a la mitad, truncada por el infortunio de la muerte este verano pasado, trágico para quienes compartimos con él, entre muchas cosas, la intensidad y la angustia de haber nacido en 1973. El principio del fin de toda una época.

Ahora bien, a diferencia de sus padres que tenían una clara vocación por la música sacra, Manrico estaba atrapado entre innumerables opciones en términos de una profesión sonora. Manrico quería abrazar todas las músicas, deseaba habitar todos sus rincones. Estaba flotando, como muchos de nosotros, en medio de un mar de posibilidades. Todas las corrientes nos atravesaban. Queríamos ir en todas direcciones. La música nos invitaba a explorarlas.


Síntesis analógica para tiempos duros


A Manrico lo seducían dos mundos sonoros. Sus oídos estaban atraídos por dos planos muy diferentes del universo aural. Cada uno de ellos escuchaba en una dirección distinta, me atrevo a decir contradictoria. Por un lado tenía abierto el oído hacia la ciudad, como un artefacto sonoro vertiginoso; el otro apuntaba hacia la naturaleza, como una fuente avasallante de maravillas acústicas. Lo interesante —y complicado— era que él quería en cierta forma unirlas, reconciliarlas, una tarea que le tomo el tiempo de su vida. Este cometido le llevó primero al cultivo de los breakz, como el legendario DJ Linga en esa época salvaje del drum n’ bass local en la ciudad de México, mucho antes de las redes sociales, cuando la vida estaba afuera de ellas. Las redes eran otras, eran analógicas. Todo dependía del encuentro entre los cuerpos, las fiestas se divulgaban de boca en boca; de mano en mano se entregaban los flyers.

En ese entonces a él le fascinaba la velocidad, los tracks que rotaban a más de 120 golpes por minuto. Manrico era una criatura de una metrópoli extrema y escogió la música adecuada para poder habitarla, para poder moverse en ella. Hoy se le considera un precursor del drum n’ bass en el país. Su autoridad moral frente a los cultivadores del género de distintas edades y puntos de la República Mexicana es irrefutable. Todos quienes lo conocimos desde esos tiempos coincidimos en que era un difusor importante de corrientes musicales. Gracias a él conocí por ejemplo a Carlos Soul Slinger productor y DJ brasileño del mítico sello neoyorquino Liquid Sky. Soulslinger tocaba una mezcla de jungle, breakcore, raggamuffin y hip hop de la vieja escuela. Me enteré con Manrico también de lo que era la escena del illbient (una variante turbia del ambient que se hacía en Nueva York principalmente). Supe que la lógica progresión de la música negra desembocaba en la constante reutilización de los temas clásicos del funk, el soul y el rhythm n’ blues, gracias al sampleo. Y que por medio de este dispositivo y de la tornamesa, la historia del ritmo, que se remonta al tribalismo africano, se afirma como una tradición que vive en su constante remezcla, en su permanente auto-alteración. Aceleración y desaceleración. Afro-futurismo. Break-nología. En su momento Manrico dio cátedra de todo esto. Yo, entre otros afortunados, estuve presente. Son cosas que no se enseñan en ninguna escuela. Había que andar con Linga.


Terrorismo poético


Recuerdo cuando un 21 de noviembre de 1999, en un programa de la extinta y emblemática emisora Radioactivo 98.5 FM, Manrico fue invitado a poner un set en vivo que ocasionó un conflicto entre los directivos de la estación y los conductores (protagonistas también de la escena de la música electrónica de la Ciudad de México), quienes lograron calmar a los radioescuchas exaltados y aterrorizados que pedían sacar del aire el programa. Un grupo de amigos y amigas que lo escuchábamos en vivo al sur de la ciudad en una fiesta, brindábamos por ello. Manrico lanzó esa noche un manifiesto sonoro de la distopía electrónica que representaba el año de 1999 para nosotros. DJ Linga electrocutó los oídos de la Ciudad de México con hip hop industrial, una delirante mezcolanza de ambient distorsionado, jungle y breakcore [1]

. Entre los artistas de su set en vinil recuerdo a Alan Vega lanzando alaridos con beats analógicos de Pansonic; Techno Animal, Badawi, Bad Company y muchos otros viniles que Manrico me heredó y que atesoro en mi colección. Es la última década del siglo XX, una época anterior a la inminente llegada del podcast, el live streaming y el playlist digital. Una colección de discos de vinilo como la de Linga era como una carga clandestina de cabezas nucleares. El terrorismo poético todavía era vigente. No era solamente una fórmula estética, una ocurrencia de la clase creativa. No era un gesto, era un acontecimiento.


De día Manrico Montero batallaba con sus clases de Letras Alemanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en Ciudad Universitaria, donde nos conocimos. En realidad él estaba interesado en las cosmologías hindúes y en las religiones antiguas; más que las raíces germánicas del lenguaje quería aprender sánscrito. El nombre de Linga proviene de ahí, de ese interés suyo. Linga es una de las diferentes maneras de llamar a Shiva, la divinidad hindú que destruye el universo. Maravilloso nombre para un DJ de drum n’ bass, no cabe duda.



Como buen niño gótico, Manrico no entró a Letras Alemanas para hacer una carrera académica, sino para acceder en el idioma original al romanticismo alemán, en particular para leer a Henry Von Kleist, el poeta que se suicidó con su novia frente al río en el siglo diecinueve, antes de cumplir 30 años. En cualquier caso Manrico nunca terminó los deberes intelectuales que comenzó dentro de la universidad. Para él era un hobby, su verdadera vocación era el sonido, lo tenía muy claro. Si hubiera sido traductor y poeta probablemente no habría muerto todavía, pero en cambio escogió ser paisajista sonoro, en un sentido muy amplio y radical del término, mucho antes de que se pusiera de moda.

Por las noches Manrico era DJ Linga y formaba parte del colectivo Parador Análogo. Por las madrugadas se transformaba en Karras y se dedicaba al diseño de atmósferas que confeccionaba con los sonidos grabados por él con sus rudimentarios medios técnicos: el SU-10 de Yamaha, un samplercito de poca memoria que permitía hacer loops y con el que hizo su primer disco de ambient alrededor de 1999: el Nada EP, que repartío entre los amigos afuera de los clubes y fiestas donde tocaba como DJ.


Karras fue un alter-ego que le permitió crear el espacio de investigación musical que más tarde daría lugar a los proyectos por los que se le conocería mejor: su prolífico y exquisito sello en línea Mandorla, su ensamble multimedia La Orquesta Silenciosa y el multidimensional ensamble de guitarras Estructuras de la Tarde, en el que se daba un importante lugar a la improvisación colectiva en vivo. Entre los músicos que participaron estaba Rubén Tamayo (Fax), Salvador Villanueva, Paul Marrón (del dueto electrónico de Ensenada, Childs) y Arthur Henry Fork. De ahí derivó su afición al steel guitar que años después utilizó en algunas grabaciones y performances. Como si no bastara, entre todos estos proyectos entabló innumerables colaboraciones con artistas electrónicos. Uno de los mejor logrados fue Igloo Música a principios de los dosmiles, colectivo compuesto por Álvaro Ruiz y Arthur Henry Fork, con quienes sacó una antología triple de edición limitada en 2004. En ella Manrico publicó un material que para mi gusto concentra inmejorablemente la poética que aspiraba a desarrollar musicalmente una vez que abandonó por completo su carrera de DJ en busca de otra utopía lejos del dancefloor. Lo mismo diré del material de los otros dos integrantes, una exquisita muestra de una imaginación electrónica lúcida y original. Tres idiomas musicales que reunieron en este disco triple un legado insuperable de sus poderes creativos, en un momento en que se vivía la rápida uniformización de los estilos de la música electrónica.

A partir de ahí se desprendieron durante toda una década proyectos con músicos que admiraba desde joven, como el caso de Steven Brown de Tuxedomoon, con quien espontáneamente junto al músico e inventor Daniel Aspuru, crearon un trío que dio luz un álbum grabado en Oaxaca y editado en Bélgica, Correspondances (Subrosa, 2013), en el que se unen las tres voces de manera entrañable en base a escarceos musicales e improvisaciones electroacústicas, en torno al transductor eólico creado por Aspuru.

Para entonces Manrico ya no estaba interesado en el terrorismo ni en la velocidad. Regresaba a sus primeras intuiciones menos dirigidas a una organización del sonido bien definida por tradiciones y subgéneros del ritmo. Neorromántico empedernido, Manrico nuevamente se recreaba en sus fuentes; adoraba a David Sylvian, a Harold Budd, a Ryuchi Sakamoto, a Brian Eno; sabía de memoria los discos de Dalis Car, Japan o Tones on Tail, entre muchas otras bandas de la ola postpunk, lo que se percibe claramente en muchísimas de sus producciones que él concebía como homenajes a sus héroes musicales. En cierta forma estas músicas seguían habitándolo, representando también un problema a su voluntad de reinvención.

Pero había en él un fuerte y deliberado deseo, más bien mesiánico, del sonido, cuya forma —o cuyo rostro, para ser fiel a la tentación teológica que siempre le persiguió— debía ser un misterio. Ahí recomenzaría su vida. Aunque llegar de nueva cuenta a ese grado cero de la escucha le tomaría un tiempo.


Breve paréntesis (el dancefloor es amor)


Es verdad que antes de ser DJ y productor de drum n’ bass Manrico era ya un ideólogo de la cultura chill out, que hoy se considera un infame subgénero salido de la electrónica de los años 90. Y hay razones para ello. De ser la música de las salas de descanso de los raves, degeneró en la música de fondo de los cuartos VIP de los narco-antros de música trance en la ciudad. Pero para él era toda una utopía con derecho propio de existencia. El chill out como una zona temporal autónoma dentro del flujo enajenado de la electrónica comercial, de la electrónica basura. El ambient y el down tempo eran formas —musicales— de confrontar, con la escucha contemplativa y el baile horizontal, el estruendo implacable de los géneros más autoritarios del tecno, que ganaban terreno en aquella época: el tecno militar, el tecno con cocaína, el narco tecno. La cultura del club y la pista de baile eran para nosotros un campo de batalla en donde se defendían visiones de la ciudad, de la vida en común muy diferentes. Lo que podía verse cada noche en la pista de baile eran perspectivas del futuro que estaban en choque. Los breakz y el ambient eran los dos modos de resistir a ser tragados por la máquina indiferente del progressive trance o por la frivolidad cínica del balearic house. Peor aún, por la monstruosa utopía neo-hippie del psi-trance. Contra todo ello se oponían el dub tecno-minimalista y el hip hop abstracto, que tomaban el lugar intermedio que se abría entre el sopor meditativo del ambient y la guerrilla rítmica de los break beats.

Manrico sin embargo dejó estas doctrinas justo en el cambio de siglo. Su militancia en los breaks, el chill out de izquierdas y su aspiración a una pista de baile inteligente daban lugar a otras cosas, nuevos intereses ligados también a nuevos recursos técnicos de investigación sonora. Sus oídos volvían a empezar de cero, una vez que tuvo al alcance las herramientas de diseño digital de audio, una vez que llegó a sus manos el digital sound processing. Todas sus ideas e intuiciones se multiplicaron y con ello sus encrucijadas estéticas, que desafortunadamente quedaron inconclusas.


Una reverberación biónica


La síntesis análoga que los oídos de Manrico realizaban para crear la ilusión de un encuentro armonioso entre el ambient y el ruido, entre la contemplación y la acción, la teorizaba y materializaba en su recurso constante al reverb, a la reverberación: esa forma espectral del movimiento. Manrico no solamente tomó esta idea del dub, sino del shoegaze, en particular de los Cocteau Twins, que son el alfa y el omega del rock etéreo. Y si algo perseguía Manrico con su obra sonora era alcanzar la cúspide de lo etéreo, un lugar intermedio entre el cielo y la tierra. Alguna vez me confesó que el comienzo de toda esta historia empieza en realidad cuando compró en Hamburgo, muy jovencito, en su primer viaje a Europa, los EP’s de Cocteau Twins Tyni Dynamite y Echoes in the Shallow Bay, ambos de 1985. Ahora entiendo mucho mejor esa huella profunda. Yo mismo sigo atado todavía al Head Over Heels y al The Pink Opaque veinte años después de haberlos descubierto. Aunque ya no recuerdo cuando fue la última ocasión que los escuché, los llevo conmigo.

Manrico comenzó a explorar a inicios del año 2000 las evocaciones crepusculares que buscaba en la década anterior a partir de un tratamiento más complejo del material sónico luego de conocer los nuevos gurús del arte digital como Curtis Rodhes o Kim Cascone. De ellos tuvo noticias gracias a los artistas Taylor Deupree y Richard Chartier, a quienes conoció personalmente por vía de su gran amigo Ernesto Priego (con quien creó el proyecto multimedia Porno Estéreo). Todo esto sucedió en fiestas de avanzada tecno organizadas por Priego en los confines de la última década del siglo, en las noches generosas de la Ciudad de México.

Así, Manrico pasó de la grabación de campo y el sampler al manejo de programas de computadora que le permitían tratar sus sonidos microscópicamente; internarse en las células del sonido, penetrar sus moléculas. En cada una de ellas encontraba un universo. El asunto ahora era ¿qué hacer con él? ¿Hacerlo oír y sentarse a escucharlo, a contemplarlo? ¿O intervenirlo, hacerlo estallar? Nuevamente estaba en un dilema crucial que no se resolvió pasando del ragga jungle a lo que él llamaba micro-dub; ni aplicando la síntesis granular a sus grabaciones de aves o insectos para hacer materiales musicales que sonaban a Ryuchi Sakamoto. Para resolverlo se tuvo que ir de México a la selva, al borde de los mares, al Sur del planeta a vivir entre las aves, los insectos, los anfibios.


Manrico comenzó sus tareas de bioacústica de una manera heterodoxa y sin una metodología estrictamente científica pero bastante seria, cuando se afincó en Bolivia esperando hallar esa zona indeterminada en la que música y paisaje natural se funden. Probablemente no le resultó fácil, pues viró muy rápidamente a la semiótica de la comunicación animal. Tal vez le interesaba justificar la importancia de la imagen acústica como una fuente informe de generación afectiva entre seres, contrapuesta a la codificación textual del lenguaje humano. Emisiones infra-sónicas, principios de etología animal, protocolos de sobrevivencia en climas difíciles, decálogos ambientalistas. Finalmente Manrico era un vigilante del cosmos. La relación entre la inmensidad del tiempo y de la vida natural no era satisfactoriamente experimentada en toda su complejidad con las cascadas de delay y las reverberaciones interminables de los pedales de distorsión para guitarra. La poética musical de la electrónica etérea que tanta felicidad le daba a Manrico llegaba a su límite. La música, pienso ahora, era su verdadero obstáculo. Es en el mundo secreto de una biosfera salvaje que se abre para el escucha, con sus micrófonos y audífonos de alta sensibilidad, que se encuentra la profundidad prehistórica de la fuerza vital que respira y reverbera más allá del drama humano, por encima de todo crepúsculo estético. Lo microscópico y lo inmenso son categorías que se disuelven en el oído.

Por ejemplo, Manrico llegó a fabricar micrófonos personalizados para poder captar aleteos de mariposas Monarca, con los que compuso arpegios oceánicos para sus obras sonoras. La superación de su faceta artística más emocional venía tomando forma, hasta llegar al desnudamiento magistral del oído y el micrófono llevado hasta sus últimas consecuencias con la espléndida grabación de los manglares de la península de Yucatán. Una pequeña obra maestra del paisaje sonoro titulada Sisal, de 2015, editada en el sello de culto Unfathomless (https://unfathomless.bandcamp.com/album/sisal). Éste es el lugar más alto que a mi parecer alcanzó Manrico en ese desafío de hacer de la escucha una posibilidad de transfiguración del sujeto en un agente cósmico. En esas grabaciones quedamos desnudos ante la omnipresencia milenaria de la materia tropical que gota a gota, chirrido a chirrido, nos transporta al lugar donde ocurren los procesos indescriptibles de la vida en estado salvaje. Con sus duraciones imperceptiblemente largas, la vida vegetativa se nos revela poco a poco como la condición de una actividad inquietante. La oposición entre contemplación y actividad se disuelve en un mismo transcurso fuera del tiempo; detenida la historia, inmovilizado el cuerpo del fonografista, el mundo escurre lentamente sobre nosotros a través de los filamentos microfónicos. Sisal representa la respuesta fonográfica mejor lograda a La Selva, la canónica obra de paisaje sonoro de 1998 del artista español Francisco López.


Así, bajo la imagen de un humilde sueño, Manrico Montero construía un ambicioso cuerpo de obra interdisciplinario, que apenas aguarda su justa valoración. Pero eso requiere ante todo de la distancia para lograr experimentar su potencial, más allá de glorificaciones precitadas y superfluas de su persona, para evitar una lectura simplificadora de lo que, de cualquier forma, sigue siendo una tarea para quienes seguimos en este mundo interesados por los mismos asuntos: ¿En qué consiste escuchar el mundo? Manrico Montero nos dejó mucho camino andado.

[1] Puedes escuchar el set completo aquí: http://urbanbits.mx/2013/11/dj-linga-radioactivo-1999-set-extraido-de-generacion-nexus-6/

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